Siddharta, Hermann Hesse (1877-1962)
Pues ahora veía a los hombres con otros ojos: quizá con menos altivez e inteligencia que antes, pero en cambio con más calor, curiosidad e interés. Cuando transportaba viajeros comunes y corrientes –hombres niños, mercaderes, guerreros, mujeres del pueblo-, ya no los sentía tan lejanos como antes: los comprendía, comprendía y compartía su existencia no guiada por ideas u opiniones, sino exclusivamente por instintos y deseos, y se sentía uno de ellos. Aunque se hallara próximo a la perfección y aún se resintiera de su última herida, tuvo la impresión de que esos hombres niños eran sus hermanos; sus vanidades, deseos y absurdos caprichos habían dejado de ser ridículos a los ojos de Siddharta. Sí, le parecían comprensibles y dignos de estimación e incluso de respeto. El amor ciego de una madre por su hijo, el orgullo insensato y ciego de un padre presumido por su único hijito, el afán desenfrenado e incondicional de una joven frívola por adornarse y atraer las miradas admirativas de los hombres, todos estos impulsos, todas estas chiquilladas, todos estos instintos y apetitos simples y necios, pero increíblemente fuertes y llenos de vida, de una eficacia intensísima, todas estas cosas no eran ya para Siddharta simples chiquilladas. Se dio cuenta de que los hombres vivían por ellas: por ellas los veía realizar proezas gigantescas, hacer viajes, declarar guerras, sufrir padecimientos infinitos, soportar toda suerte de fatigas; y justamente por eso ahora podía amarlos; en cada uno de sus actos y de sus pasiones descubría la vida, lo animado, lo indestructible, el Brahma. Dignos de amor y admiración eran estos hombres por su ciega fidelidad, por su fuerza y tenacidad no menos ciegas. Nada les faltaba. El sabio o el pensador sólo los aventajaba en un detalle único e insignificante: la conciencia, la concepción de la unidad de todo lo viviente. Y el mismo Siddharta llegaba a preguntarse a veces si este conocimiento, si esta concepción eran realmente tan valiosos como se creía, si no serían a su vez una chiquillada de los hombres pensantes, de los hombres niños pensantes. En todo los demás aspectos los hombres mundanos eran iguales a los sabios y a menudo hasta superiores a ellos, del mismo modo que los animales, dada la seguridad infalible con que cumplen ciertos actos dictados por la necesidad, pueden parecer, en muchos casos, superiores a los hombres.
Xicra aportada per la Condesa Olenska
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