Ilíada, Homero (Ὅμηρος Hómēros; segle VIII adC)
Al punto descendió de la escabrosa montaña, caminando a raudas zancadas. Temblaban los extensos montes y el bosque bajo los inmortales pies de Posidón, según iba avanzando.
Tres veces tendió el paso y a la cuarta llegó a su meta, Egas, en cuyos encharcados abismos sus lustres moradas están construidas, chispeantes de oro y siempre inconsumibles.
Una vez allí, unció al carro dos caballos, de pezuñas broncíneas, vuelo ligero y crines áureas que les ondeaban.
Se vistió de oro su cuerpo, asió la tralla áurea, bien fabricada, montó en el carro y partió sobre las olas.
A su paso los monstruos marinos hacían fiestas con cabriolas desde sus cubiles por doquier, y nadie ignoró a su soberano.
El mar se hendía de alegría abriendo paso; los caballos volaban muy ágilmente, y debajo el broncíneo eje ni siquiera se mojaba: así lo llevaban los caballos, de ágiles brincos, a las naves de los aqueos.
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